- "Sólo se puede querer una vez" -Martín decía esto cada vez que le dejaban.
"Esta noche salimos hasta las tantas. Posiblemente ni nos movamos del sitio. Lo veremos llenarse de gente forastera, poco a poco al principio y, a eso de las 12 de la noche, ya por grupos cada vez más insistentes. Hasta que nos echen de la barra, aquí a la vera de la camarera que, tras cuatro o cinco copas, me la voy a declarar amor profundo. Para realizar un sueño, pibe: meterse en la cama a la reina rubia del bar, claro. Una tía de 1'80, con pechos redondos como manzanas, con esas caderas desnudas bajo la goma del top hasta el cinturón plateado de fantasía. Y esta noche, o mañana por la mañana, porque ya será mañana cuando se vaya y me diga que no, que no, por última vez, antes de cerrar y negarme la última copa, y marcharse con otro en un coche bajo, rojo, metiéndola mano por el pantalón, blanco, que no disimula el tanga, duro, de vinilo o de leopardo.
- Un café, con leche por favor.
- ¿En taza o en vaso?
- En vaso, gracias.
- Marchando.
Volvió con mi café.
- Un café con leche -confirmó. -Perdone, ¿ha visto usted a la chica que acaba de salir?, la morena.
- No, no me he fijado.
Me miró unos segundos más. No se daba por satisfecho.
Hoy me he levantado con una sensación extraña; de vacío, pero más violento. Al principio he pensado que era por la resaca. Pero luego me he dado cuenta de que no, porque todos los sábados tengo resaca y no tengo esta sensación. Ha sido como una revelación: la del que un día se mira al espejo, como todos lo días, pero esa vez se da cuenta, así, de repente, que ha perdido las ganas de vivir.
Usted se preguntará, con razonable desconcierto, si uno puede perder las ganas de vivir, así, de repente, como el que pierde el mechero; si un señor puede estar a un momento contando chistes en una reunión de amigos con la cara enrojecida y el acento sazonado por el alcohol, y de repente, sin más, quedarse callado y perder las ganas de vivir.
"Cada coche guarda una historia", dice un anuncio de televisión. Será que a través de sus ventanillas uno puede ver mejor que detrás de una persiana bajada. En un coche miras al de al lado y entre los dos decidís lo que va a pasar: las casas son prisiones anquilosadas donde encerrarse de la vista de todos.
Una baldosa del baño del Sherry me dijo:
"Yo soy dios. Todos me andan buscando ahí fuera, como posesos. Curas, fieles, católicos y musulmanes, terroristas y políticos, enfermos terminales, escoria humana y todo el jardín florido de la jet set, condenados, todo gente que no logra sacudirse el miedo. Yo estoy aquí y ninguno de ellos viene a verme. Desde aquí soy yo el que mira. Un enorme globo ocular donde tú sólo ves una baldosa.
Ayer enterramos a Sito, el gato de Martín. Fue una ceremonia íntima a la que Martín me agradeció silenciosamente que fuera. El acto se celebró en un gran descampado con forma de terraplén que hay detrás de la casa. Éramos Loco Martín, su hermana Rica, Sito -el primo de barrio de Martín y padrino del difunto-, cuatro gatos grises del vecindario que nos seguían a distancia prudencial y parecían despedirse a su inexpresiva manera de Sito, y yo.
Esta vida es una bicicleta con un motor de 16 válvulas, y ahora, en este agosto tan caluroso de 2005, estamos a mitad de una curva. Hay un sabor agrio en esta tarde, tarde de maletas, de preludio de vacaciones en alguna playa, de huida y a la vez arraigo al lugar que se está a punto de dejar.
Las casas bajas de enfrente de mi ventana se están tostando de amarillo vainilla. El sol se me escapa entre las nubes más bajas de poniente, dando un tono cálido apagado al último paisaje del día. Pero es sólo a los edificios que me quedan cercanos, más allá se tornan azul oscuros y negros, dibujando contra el cielo violeta la parte de silueta de Madrid que corresponde a mi barrio. Un perfil de chimeneas, antenas sobre tejados a dos aguas aún de ladrillo y teja, alguno más de aluminio. Y grúas, muchas grúas.
Cuentos y Descuentos.
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