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GANAS DE VIVIR

Febrero 18th, 2006

Hoy me he levantado con una sensación extraña; de vacío, pero más violento. Al principio he pensado que era por la resaca. Pero luego me he dado cuenta de que no, porque todos los sábados tengo resaca y no tengo esta sensación. Ha sido como una revelación: la del que un día se mira al espejo, como todos lo días, pero esa vez se da cuenta, así, de repente, que ha perdido las ganas de vivir.

Usted se preguntará, con razonable desconcierto, si uno puede perder las ganas de vivir, así, de repente, como el que pierde el mechero; si un señor puede estar a un momento contando chistes en una reunión de amigos con la cara enrojecida y el acento sazonado por el alcohol, y de repente, sin más, quedarse callado y perder las ganas de vivir.

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No es mi intención extrapolar este hallazgo moral, porque aunque como usted yo también tengo resacas y cuento chistes, nunca me he considerado un ejemplar representativo de mi género. Cuando usted piensa en un gato, en seguida se le viene a la cabeza uno de esos gatos negros de ojos amarillos, un siamés o quizá uno blanco con el pelo muy largo de esos que llaman de Angora. No se le ocurría imaginar a un gato pelón, a uno afectado por una vesícula visible en el lomo o incluso a un gato deprimido, que no se mueve ni juega cuando le acercas un ovillo de lana. Eso ni es gato ni es nada, dirá usted,y con razón; jamás escogería un gato así para rescatarlo de la cárcel de una pajarería. Es posible que ni siquiera encontrase un gato así, en el caso de que usted fuese otro ejemplar raro y le pareciera interesante adquirirlo, en ninguna pajarería. No lo intente.

Cuando alguien piensa en un hombre, en un ejemplar de hombre, se imagina a uno de esos actores en los carteles de las películas antiguas, con los músculos de la cara resaltados o a otro de esos hombres trajeados que salen saltando en los anuncios de trajes a medida. Usted no se imagina tampoco a alguien como yo.

Eso mismo he pensado yo al mirarme al espejo esta mañana: “Nunca nadie te escogería para protagonizar una campaña publicitaria. Nadie elegiría tu imagen como icono de una colonia que se llamase Hombre. Nadie enviaría una foto tuya, como representación de tu especie, a un alienígena entomólogo”. ¿Qué tipo de hombre soy yo entonces? Y esta pregunta me ha revelado otra más inquietante aún: ¿Por qué pienso que soy un hombre? No lo confirman los carteles de las marquesinas. Tampoco me da pistas mi propio reflejo en el espejo, que se parece a uno de esos que devuelven la imagen deformante. ¿Soy un hombre? ¿Qué motivos objetivos me llevaron a una conclusión tan aventurada?

Entonces he tomado la única decisión lógica: he llamado a mi madre para preguntarle.

- Mamá, perdona que te moleste, tengo que reclamarte una cosa; tu confirmación de que soy la persona que salió de tu seno.

- Hijo, qué cosas. ¿Te has mirado bien en el espejo? Eres la viva imagen de tu abuelo Carmelo. Heredaste la peculiar nariz aguileña de mi familia, que por norma afea en otras caras, pero que por rara armonía de nuestras facciones embellece en la nuestra.

Me llevé la mano a la nariz instintivamente, buscando un alivio casi científico. Y nunca me alegré tanto de encontrarla allí, delante de mi cara; esa estribación aguda que tantas pesadumbres me trajo en la adolescencia.

- Mamá, te quiero. Qué tal estás.

- Bueno, ya sabes. Bien, como siempre.

- ¿Mamá?

- Dime hijo.

- ¿Tú tienes ganas de vivir todavía?

- A mi edad, hijo, es inevitable también tener ganas de morir. Sólo que pienso en vosotros y me da miedo no volver a veros; a ti, a tu hermana.

- A mí también me da miedo, mamá. Cierro los ojos y no me gusta lo que veo.

- Hijo, el universo está compuesto por estrellas, que aunque las veamos tan cerca entre sí en el firmamento, están en realidad a millones de kilómetros las unas de las otras, aisladas por una oscuridad impenetrable. Por eso brillan, hijo, por eso brillan, porque sólo ven oscuridad. Su luz representa sus ganas de vivir.

Me tumbé en la cama con el auricular del teléfono, cerré los ojos y traté de imaginarme el firmamento lleno de estrellas: su luz blanca no rompía el cielo, más bien lo adornaba como brocado en la túnica de un mago; parpadeaban y se movían con una intermitencia casi ignorada por el ojo humano. Allí me quedé en un estado de falso sueño, como muerto de tantas ganas de vivir.