Decía el tango que el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar, pero yo no estoy huyendo me dijo muy convencido, claro que sí, le contesté yo, todo el que para encontrarse a si mismo tiene que buscarse en lugares lejanos es porque huye de algo, aunque sólo sea de la rutina.
Relefexionó un momento con la vista perdida en la puesta de sol sobre el agua, puede ser, me dijo y se llevó el gin tonic a los labios como dando por zanjado el tema.
Quise memorizar aquel momento: el agua, la puesta de sol y el gin tonic, así podría usarlo todos esos meses que él estuviera fuera, meses en los que no tendría el consuelo de sus llamadas cuando estuviera triste, ni los emails diarios que amenizaban mi horario de oficina, ni aquellas conversaciones intrascendentes en las que creíamos estar cambiando el mundo las noches de borrachera.
Candela abrió el balcón de la salita para ventilar el cuarto y comenzó a limpiar el polvo del aparador, un viejo mueble de caoba donde se apilaban marcos de fotos antiguas, figuritas de porcelana y hasta una colección de cincuenta soldados de la II Guerra Mundial, de la que ya sólo quedaban treinta y cinco, la mayoría mutilados por el tiempo y las múltiples caídas entre el suelo y el aparador. En medio de todo aquel caos decorativo había una vieja televisión de veinte pulgadas sobre la que reposaba orgullosa la figura de una mujer flamenca con un vestido rojo de faralaes.
Candela sacudió con paciencia el polvo de los treinta y cinco soldados pero cuando le llegó el turno a la muñeca flamenca notó que estaba empapada, y de su vestido rojo se desprendía un pequeño reguero de agua desteñida que resbalaba por la pantalla del televisor. Extrañada miró a la muñeca, que pese al chaparrón aun conservaba la sonrisa y enseguida comprobó que el agua procedía de una gotera en el techo de la sala.
Era sábado por la noche y no tenía ningún plan, no es que me apeteciera especialmente salir, en realidad la sola idea de meterme en un antro cargado de humo me daba mucha pereza, pero tampoco me entusiasmaba desperdiciar así el fin de semana. No sé si estaba deprimida por mi falta de planes o era simplemente gula, el caso es que me fui a uno de esos supermercados que abren las 24 horas y me compré dos botes de un litro de helado: uno de Ben and Jerry´s de chocolate con brownie y otro de Haägen Dazs de vainilla con nueces de macadamia. Abrí los dos tarros a la vez y me senté frente al televisor.
Tuve suerte, en la dos echaban una película de Peter Bogdanovich que no había visto. Los protagonistas eran unos jovencísimos Jeff Bridges y Cybill Shepherd, no debían tener más de 23 años, los dos eran rubios y guapísimos, entonces recordé que a Cybill Shepherd le llamaban el sandwich porque en sus años mozos le gustaba montárselo con dos tíos a la vez, lo contaba ella misma en su autobiografía; yo siempre la había tomado por una actriz modosita, más bien aburrida, pero resultó que en los 70 se había tirado a medio Hollywood incluyendo a Elvis y al propio Bogdanovich.
Un hombre alto de unos cincuentra y tantos años está sentado en una sala de espera, lleva una camiseta de manga corta, una cámara de fotos colgada al cuello y una caja de metal en las manos, la voz de la enfermera le saca de sus ensoñaciones:
-Sígame – le dice y él obedece – el horario de visitas es hasta las seis, pueden permanecer en la habitación o ir a pasear por el jardín, pero no está permitido salir del recinto.
La enfermera se detiene frente a la habitación 111 y abre la puerta:
- Violeta tiene usted visita.
Una mujer mayor aparece entonces sentada junto a la ventana. Lleva un ajado vestido de flores que deja al descubierto sus hombros, unas gafas de pasta, unos zapatos de tacón que parecen quedarle grandes y los labios pintados de rojo, si no fuera por las marcadas arrugas de su rostro y los pliegues caídos de su piel parecería una niña disfrazada de adulto.
Llevé todo el día su olor pegado como si emanara de mi propia piel, mezclado con el humo de mi tabaco, con el aire sucio de la ciudad, reconocido incluso entre el olor de otros cien cuerpos apretujados en el vagón del metro.
Me pasa a veces, depués de tener sexo, pero sólo con algunas mujeres. Lo recuerdo sobretodo de mi juventud y de aquella primera vez, pero jamás se me había presentado tan nítido ni tan persistente.
Cada vez que respiraba aquel aire, contaminado de ella, me venían a la cabeza imágenes de su cuerpo, sus pechos pequeños, brillantes por el sudor, el color castaño de su pubis, el movimiento rítmico de sus caderas sobre mi cuerpo...
Me había parecido, como la mayoría de las veces que me acuesto con mujeres a las que apenas conozco, que hacíamos el amor por separado, sin nada que nos uniera más allá del tacto y de los flujos pegajosos que desprende el sexo.
Mi profesor del taller de escritura nos confesó una vez que, como buen ex fumador empedernido, a veces echaba de menos el humo de un pitillo: imagino que se acaba el mundo y me veo a mi mismo corriendo en busca de un cigarro, para poder dar unas últimas caladas antes de morir.
La idea me pareció tan genial que se la robé (no penséis mal, él habría hecho lo mismo, todos los escritores son aficionados al plagio) y algún tiempo después la utilicé para hacer un guión que, curiosamente, hoy me acabo de encontrar rebuscando en el baúl de los recuerdos.
No es gran cosa, pero como el tema está de moda aquí os lo dejo por si a alguno le interesa. Por cierto yo hace años que dejé de fumar, ahora sólo me falta dejar de gorronear. Algún día lo conseguiré, todo es proponérselo.
Después de una noche sin dormir la capacidad de concentración disminuye, se sufre somnolencia diurna y aumenta la irritabilidad. Después de una semana sin dormir el rendimiento físico se reduce de forma drástica, se producen pérdidas de memoria, fatiga, alteraciones del estado de ánimo, dolor de espalda... Si se permanece más de tres semanas sin dormir el insomnio se convierte en crónico, se confunde los sueños con la vigilia, el sistema inmunológico se vuelve más vulnerable, se padecen alucinaciones, psicosis y el individuo termina por morir de agotamiento mental.
Ignoro cuanto tiempo llevo sin conciliar el sueño, siento todos los músculos de mi cuerpo contraídos y una fuerte tensión alrededor del cuello. El médico que me atiende está probando conmigo un nuevo tratamiento, dos veces al día me administra unas cápsulas azules y un suplemento vitamínico para compensar la inanición. Dice que todo es consecuencia del estrés postraumático y de la depresión, pero yo no siento que esté deprimida, ni siquiera recuerdo por qué debería estarlo.
Macondo no esta en el Caribe, ni escondido tras el sopor de las aguas de una cienaga de Colombia, ni siquiera en las páginas de los libros que reposan en los escaparates de la Gran Vía. Esta más cerca de nosotros, entre la gente que vive en los suburbios de las grandes ciudades, en el ruido del tráfico a la hora punta, en el sabor grasiento de los rollitos de primavera y en todos aquellos mundos cotidianos que aun nos quedan por descubrir. Si pasas por Macondo no te olvides de mandarme una postal.
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