Después del concierto, nos sorprendieron los primeros relámpagos azules desde la playa. Se acababa el verano. Había estado retrasando el momento con la mente, pero ya no iba más: esa amargura dulce y temblorosa de final me sobrecogía como los fuegos artificiales a los cangrejos.
Me agarré de su mano porque miraba al cielo de colores explosivos como una niña de cinco años, y yo quería ser parte de esa emoción infantil que tenía en los ojos y en las mejillas. Así miraba ella al mundo: como si nunca perdiese conciencia del milagro de estar vivo. Ella veía la belleza del mundo y el mundo le devolvía toda su belleza: era un trato sencillo.
Me metí en la línea 1 del metro porque creo que es la más larga y te da tiempo a todo. Estaba dispuesto a contar el número de los que entraban y salían en cada estación para ver si podía relacionar una cantidad con otra y descubría algún secreto numérico semejante a los de las pirámides de Egipto. Trabajo para una revista de temas esotéricos y al director le encanta que le vayas con historias de éstas. Al final me di cuenta de que era imposible llevar la contabilidad, incluso si te concentras en un solo vagón, y escribí un rollo, que también gustó mucho, sobre la gente que parece que va a entrar, pero al final se queda fuera, y la que parece que va a salir, pero al final se queda dentro. Afirmé que el fenómeno ocurría sobre todo en Bilbao y el caso es que recibimos en la redacción un montón de cartas dándonos la razón. Gente que vivía en esa zona nos contaba que tenía que coger el metro, o bajarse de él, en la parada anterior, o en la posterior, porque había una fuerza magnética que les impedía hacerlo en esa parada. A veces, con estas cosas, aciertas sin querer. La cuestión es que desde entonces yo mismo me quedo como paralizado siempre que paso por Bilbao, donde, por otra parte, está la redacción de la revista.
Cuentos y Descuentos.