El día que llegamos a Felicidad nos entendimos a la primera. Llevábamos discutiendo 1 año y todo quedó olvidado en el último desvío. Primero el silencio. Luego la estupefación. Luego la calma. Eran las 6 de la mañana y después de un viaje de de más de 2 años, la promesa de aquel lugar soñado se hacía realidad de forma simple y filtrada. Tony, Vergel, Ámber y yo habíamos terminado el viaje de nuestra vida.
"Felicidad es un pueblo tras una bruma", tal y como había dicho Cojo. Lo difícil es encontrar la bruma, luego sólo tenéis que cerrar los ojos y esperar una señal lumínica que os traspasará los párpados. Entonces recordé esas palabras, cerré los ojos y me salió institintivo un pisotón con la pierna del acelerador. Luego el coche prácticamente se paró solo, en medio de un brillo circundante de luces antiniebla.
Las luces guiaban caminos para movernos entre la niebla. Era la señal para seguir a pie.
Los personajes, el ambiente, la trama... todo estaba listo para un relato más de éxito en la pequeña comunidad del frío. Cuando, para sorpresa de este falso escritor, uno de los personaje saltó, me saltó como un loco de la hoja y se me agarró al cuello. Era Nacho, el pordiosero embustero que abusó de su prima Eva cuando ésta sólo tenía 13 años. Pobre Eva, hice lo posible por retratar su drama, escogí algunos pasajes terribles: su complejo de culpa, su abominable sensación de bienestar. Sólo era una niña confundida, Nacho no la forzó, pero la manipuló... ¡No la forcé, claro que no la forcé! Me grita ahora con sus sucias manos presionando mi nuez. Casi, casi ya no puedo respirar. Tengo las manos manchadas de tinta negra y resbalan en sus manos. No puedo quitármele de encima. Es fuerte, más fuerte que yo. Más fuerte que Eva.
Euridice esperaba con calma y desgana la fiesta de la noche. Sus amigas habían preparado el festejo y aunque realmente no le veía sentido ni le apetecía en demasía, no quería desagradarlas, eran sus compañeras de siempre, las conocía desde la infancia. Y quería compartir con ellas la dicha de su futuro matrimonio con Orfeo.
Recordaba con nostalgia el momento en que conoció a Orfeo, era un joven que no agradó a su entorno, desaliñado en el vestir y de laxas costumbres, le consideraron frívolo y despreocupado, no había conseguido terminar sus estudios universitarios y se pasaba todo el día con su guitarra eléctrica de un lado para otro. Las más de las veces tocando en el metro o jardines y otras en algún pub de un amigo, que le invitaba a las copas y poco más.
- "Sólo se puede querer una vez" -Martín decía esto cada vez que le dejaban.
"Esta noche salimos hasta las tantas. Posiblemente ni nos movamos del sitio. Lo veremos llenarse de gente forastera, poco a poco al principio y, a eso de las 12 de la noche, ya por grupos cada vez más insistentes. Hasta que nos echen de la barra, aquí a la vera de la camarera que, tras cuatro o cinco copas, me la voy a declarar amor profundo. Para realizar un sueño, pibe: meterse en la cama a la reina rubia del bar, claro. Una tía de 1'80, con pechos redondos como manzanas, con esas caderas desnudas bajo la goma del top hasta el cinturón plateado de fantasía. Y esta noche, o mañana por la mañana, porque ya será mañana cuando se vaya y me diga que no, que no, por última vez, antes de cerrar y negarme la última copa, y marcharse con otro en un coche bajo, rojo, metiéndola mano por el pantalón, blanco, que no disimula el tanga, duro, de vinilo o de leopardo.
- Un café, con leche por favor.
- ¿En taza o en vaso?
- En vaso, gracias.
- Marchando.
Volvió con mi café.
- Un café con leche -confirmó. -Perdone, ¿ha visto usted a la chica que acaba de salir?, la morena.
- No, no me he fijado.
Me miró unos segundos más. No se daba por satisfecho.
Me acompañó un libro de edición minúscula. Uno de esos que han sacado las editoriales para vencer la desidia del lector español. Con muy pocas palabras, todas de caja grande, hiladas en renglones decaídos y con grandes entradas en los ojos de las aes, y salidas en los de las oes. Había poco más.
Tenía un cigarrillo casi del todo consumido en un cenicero cuyo material imitaba al acero. Y café, una taza enorme de café que rellenería una y otra vez durante las siguientes 72 horas. Yo era un centinela. Me convertí en uno de los mejores.
Hoy me he levantado con una sensación extraña; de vacío, pero más violento. Al principio he pensado que era por la resaca. Pero luego me he dado cuenta de que no, porque todos los sábados tengo resaca y no tengo esta sensación. Ha sido como una revelación: la del que un día se mira al espejo, como todos lo días, pero esa vez se da cuenta, así, de repente, que ha perdido las ganas de vivir.
Usted se preguntará, con razonable desconcierto, si uno puede perder las ganas de vivir, así, de repente, como el que pierde el mechero; si un señor puede estar a un momento contando chistes en una reunión de amigos con la cara enrojecida y el acento sazonado por el alcohol, y de repente, sin más, quedarse callado y perder las ganas de vivir.
Cuentos y Descuentos.
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