Seguro que os ha pasado mil veces el conincidir en una exposición con un grupo guiado. A mi en ocasiones me ha gustado disfrutar de las explicaciones del guía de turno, ha enriquecido mi experiencia aportandome información sobre el autor o la obra que estoy viendo. En otras ocasiones sin embargo la misma circunstancia se me ha tornado desagradable por intrusiva. Uno va a ver una exposición tranquilamente y tiene que aguantar los gritos de un grupo que muchas veces se ha apuntado a la misma como quien se apunta a una excursión campestre, sin saber a que merendero toca viajar. Por no hablar de como los grupos acaparan los expositores y te echan de manera abusona de la vitrina que tratas de ver.
Ayer estuve viendo la exposición de Duane Hanson en la Fundación Canal. La verdad es que desconocía la obra de Hanson y consiguó interesarme. Se trata de esculturas en poliester a tamaño natural de personas corrientes y molientes, americanos del montón que podrían representar el sueño americano cuya mirada destruye dicha posibilidad. Es una obra cimentada en la contracultura americana, sobre la popularización del objeto artístico después de la postguerra. A mi me recordó mucho a cierto cómic underground, a American Splendor de Harvey Pekar concretamente.
Y sucedió. En el transcurso de mi visita a la exposición apareció una nutrida excursión de señoras mayores con un guía gritón al frente. Me echaron de varios de los expositores como era de esperar pero a cambio me enteré de algún detalle curioso como que las esculturas de Duane, que están vestidas con ropa real, son tan hiperrealistas bajo la misma como en las partes accesibles a la vista.
Ante una de las obras, una que representa a tres obreros de la construcción descansando después de haber dado buena cuenta de la comida, el guía dijo a las espectadoras que si bien la estampa podría a primera vista representar un grupo de cualquier país, fijándose un poco advertirían detalles que mostrarían la escena como inequívocamente americana: un paquete de Marlboro, una caja de pizza, una bolsa de doritos...
Esta afirmación que hasta hace pocos años podría ser cierta – qué era más carpetovetónico que un bocata y una litrona en una obra- se aparece ahora un tanto inocente. Cualquier buen observador (como los que abundan por cierto en las obras) sabe que ni la pizza “encajetada” es ajena a nuestros paisajes ni nuestras obras son ya dominio de hombretones nacidos en la piel de toro, fumadores de Bisonte y bebedores de vino en bota.
Cosas de la globalización que hace diversas las pieles y sin embargo homogeiniza.