Cuando llega mayo reverdecen las esquinas del lago. Una fila de hormiguitas recoge los últimos restos de pan. En las rocas toman el sol las lagartijas, aliviándose el calor por la humedad.
A media mañana, baja cargada de ropa la lavandera. Se arrodilla junto a las rocas tarareando una vieja melodía que aprendiera de niña, cuando lavaba su madre mientras ella jugaba persiguiendo a las lagartijas.
No es una canción de amor la que anima el trabajo de la lavandera. No es amor sino trabajo, lo que aprendió de niña.
Golpea la ropa contra la roca y su respiración se oye junto a su canto. Las ranas cantan con ella sobre las hojas pardas, vigilando a la vez el vuelo de las moscas.
Bajo el agua aún hay más calma. Nada, casi vuela a poca altura el pez que vive en el lago. A veces acelera el paso y el agua le hace cosquillas entre los ojos. A veces cruza el agujero de un neumático varado y el corazón se le acelera. Ora cerca del fondo, baja y mordisquea las algas, ora se atreve, y remonta su curiosidad la superficie.
Buscaba bichos entre unas rocas cuando, a media mañana, le inquietó una dulce melodía que acariciaba el agua. Audaz y valiente como el salmón que desafía al río, persiguió las notas hasta la superficie.
Cuando forzando sus torpes ojos, logró ver a la lavandera, frotando la ropa contra la piedra, el pez permaneció allí pensando que no había criatura tan dulce y bella bajo las aguas, ni sobre la tierra.
Tal fue que no pudo resistir el arrebato y se lanzó hacia ella. Voló por encima del lago para ir a abrazarla con sus frías aletas, pero ni siquiera logró acercarse a donde su lavandera aguardaba. El pez se quedó encallado entre dos rocas semihundidas en la arena.
Quiso la suerte de la caída que su mala postura no le dejase verla. Sin embargo, aún podía escuchar la voz de la lavandera, tan clara fuera del agua como el sol que por primera vez podía sentir mientras, irremediablemente, el pez se moría asfixiado.
Al final de la mañana terminaba su tarea la joven. Cargó de nuevo la ropa húmeda sobre el cesto de mimbre. Entonces le inquietó una presencia: un pez a poco menos de un metro. Se lo quedó mirando un momento antes de incorporarse. Pensó al fin, que ya sería tarde y debía apresurarse para llegar a casa a tender la ropa antes de que ésta se secara. Se marchó tarareando.
La lavandera nunca supo que, esa mañana, el pez había muerto por amor.
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