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LA VIDA PEQUEÑA

Diciembre 2nd, 2005

En el interior de una maceta, miles de minúsculos bichitos remueven la tierra desapercibidamente para Claudia. Ella presume ante mí de fijarse en las pequeñas cosas que le rodean, incluidos la agitación de mi pecho y la falta de aliento con la que llego al final de cada frase. Pero yo sé que ella ni se entera de lo de los bichitos.

Es más tarde de lo que parece. Si no son las cuatro, apuesto a que las cinco. No tengo ni idea de cómo ni cuándo lograré salir de su dormitorio, pero sí, estoy nervioso.

- "Estás aquí porque quieres, yo no te obligo. Hace menos de una noche que elegiste la pastillita roja, la puerta del laberinto o correr detrás del conejo blanco: como quieras llamarlo".

[Mas:]

Ella siempre se anticipa a una mala excusa y a mí me toca explicárselo por escrito: "¿tienes papel, un boli, lápiz?" -pregunto.

- "¿No puedes decirme lo que sea?, ya no estamos en el colegio" -me regala un deja vu sin pretenderlo:

Cuando llegaba la hora del recreo, todos los niños corrían apresuradamente al patio del colegio. Yo no. Me quedaba en el aula respirando la soledad de mis confesiones, acompañado aún por el eco de gritos alejados en el patio.

Entonces rebuscaba entre mis hojas las notas de amor proclamado que había escrito con celo durante alguna clase perdida de mates o física. Cuidaba de que nadie pudiese verme y corría al pupitre de Claudia, a perder mis gritos de amor entre sus cuadernos. Aún noto el tacto de sus tapas, de colores llamativos gastados de notar sus manos, las yemas de sus dedos.

En clase sólo tenía ojos para vigilarla. Tras el recreo la miraba con ansia descubrir mis notas entre sus cosas, mirando alrededor con recelo, compartiendo mis deseos con su compañera de asiento.

- "No conservo ni una sola de tus notas" -prosiguió para herirme el alma y el recuerdo-, "así que lo que tengas que decirme... te escucho".

Yo sólo quería escribirme un salvaconducto, una escoba voladora para saltar, un permiso para guardarme lo que sentía. Pero nunca fui inmune a los rayos x de sus ojos.

Recuerdo cuando me descubrió un día, sentado en su pupitre. El día que olvidó el bocadillo o fingió que no quería pillarme. Yo aguantaba en una mano mis notas, en la otra una goma suya del pelo, cuando la vi de pie bajo el marco de la puerta, mirando ya como si todo estuviese bajo su control.

No reaccioné entonces, como ahora. Ella caminó hacia mí despojada de toda inocencia; deslizó su propia goma del pelo hasta mi muñeca, a modo de pulsera, y me dijo: "me gusta que me escribas".

- "Ya no me divierte ser tu musa" -decía ahora-. "Lo sé todo sobre ti. Cada pequeño gesto te delata, si soy yo la que te mira. Tú no necesitas una musa, necesitas una puta. ¿También me vas a follar por escrito?: desnúdame o vete".

Llevó mi mano armada con una pulsera roja sobre su vientre. Noté al hijo gestante, como a los bichitos de su maceta con una mano puesta sobre la tierra. Hijo que haría mío mañana, después de hacerla mía a ella.

Noté la presión de letras y palabras desde el otro lado de su carne, contra las yemas de mis dedos: corazón, vértigo, familia, desasosiego, pasión.

Las letras y palabras se fueron entrelazando en un torbellino de radio y agua, mientras bajaban sus manos mi mano entre sus piernas, entrando y saliendo de una tormenta eléctrica que desgastaba las páginas de mi memoria con rayajos de tinta y cortes de tijera.

Poco a poco me fui hundiendo en su maceta. Abrí la boca para permitir la entrada de la tierra, también en nariz y ojos. Y respiré a través de sus poros como una lombriz encogida; reptando con parsimonia, chillando desapercibidamente para Claudia.