Ayer enterramos a Sito, el gato de Martín. Fue una ceremonia íntima a la que Martín me agradeció silenciosamente que fuera. El acto se celebró en un gran descampado con forma de terraplén que hay detrás de la casa. Éramos Loco Martín, su hermana Rica, Sito -el primo de barrio de Martín y padrino del difunto-, cuatro gatos grises del vecindario que nos seguían a distancia prudencial y parecían despedirse a su inexpresiva manera de Sito, y yo.
Loco se embocaba en las solapas de su chaqueta de lana abierta y se mordía el cuello de la camiseta debajo. Parecía nervioso, pero estaba tristísimo.
El primo Sito era el encargado del trabajo engorroso: sostuvo la caja de Sito -el gato- mientras la hermana de Loco pronunciaba unas palabras desalentadas, y cavó el hoyo donde reposaría indefinidamente, en el lugar exacto donde se valoró más oportuno por toda la comitiva, incluidos los gatos grises compañeros de Sito que parecían dar su aprobación al emplazamiento con tranquilos movimientos en círculo.
- "Pudimos no haber tenido nada que ver, pero de nuevo el gato y el hombre decidieron hermanarse, y Sito, Martín y yo fuimos una familia que no conoció de razas o especies: simplemente nos apoyamos". Concluyó Rica el discurso fúnebre con la voz aguada.
Martín puso una mano sobre la caja, que descansaba en los brazos de su primo, entonces la camiseta se le escapó de entre los dientes y dijo: "chao hermano, nos vemos". Y un maullido agudo y lúgubre replicó a Martín y todos supimos que era el momento de desprendernos definitivamente de Sito.
Así lo entendió también el primo, que se inclinó hacia el inhóspito agujero para reposar la caja de zapatos sobre su lecho. Hasta ese momento no reparé en la caja: tenía una pequeña imagen de zapatos de tacón con plataformas, por lo que deduje que era de Rica; estaba adornada con muchos colores dispuestos en estelas de formas onduladas que envolvían la foto de los zapatos, los mismos que debía contener el primer día que Rica recibió en su regazo la caja que le daría el dependiente, probablemente en una zapatería de su barrio, con la ilusión intacta de asomarse por vez primera a su interior, notando aún el dinero ahorrado en el bolsillo de su falda.
Los colores vivos del sarcófago de cartón daban una sugestión psicodélica y festiva al entierro, que fue sin embargo apagándose cuando cayó la primera remesa de tierra sobre la tapa y hasta el más contenido suspiró visiblemente con el pecho, como guardándose el último adiós para sí mismo o para decírselo al pequeño Sito quizá en otro momento.
Los gatos se marcharon antes de que el hoyo hubiese quedado tapado del todo, como si hubiesen aguantado ya bastante una costumbre humana que ellos no comparten. A mí me entraron ganas de marcharme con ellos.
Cuando no hubo más tierra que echar sobre el gato, Sito se agachó y dio por concluido el trabajo con una palmada sobre el montículo: parecía querer cerciorarse de que la tumba aguantaría el invierno, que nos mandaba esa tarde fría de septiembre señales erradas.
Nos fuimos girando con reparos, alejándonos cautelosamente, casi como si fuésemos también gatos. Martín, que casi no había hablado nada en toda la tarde, incorporó la cabeza y dijo: "¿creéis que irán gatos a vuestro entierro?". Le miré buscando una sonrisa de complicidad, pero lo dijo bastante serio. "Yo quiero que me enterréis en este terraplén" -añadió al silencio-. Rica cogió a su hermano del brazo y le ofreció tiernamente la cara sobre el hombro: "Ahora nos vamos a tomar unas cervezas" -concluyó ella-. Me costó unas cuantas quitarme la imagen de Rica rigurosamente enlutada en el funeral de Martín.
Esa noche soñé que me enterraban en una caja de zapatos de fantasía: no estaba Rica ni mis