Esta vida es una bicicleta con un motor de 16 válvulas, y ahora, en este agosto tan caluroso de 2005, estamos a mitad de una curva. Hay un sabor agrio en esta tarde, tarde de maletas, de preludio de vacaciones en alguna playa, de huida y a la vez arraigo al lugar que se está a punto de dejar.
Las casas bajas de enfrente de mi ventana se están tostando de amarillo vainilla. El sol se me escapa entre las nubes más bajas de poniente, dando un tono cálido apagado al último paisaje del día. Pero es sólo a los edificios que me quedan cercanos, más allá se tornan azul oscuros y negros, dibujando contra el cielo violeta la parte de silueta de Madrid que corresponde a mi barrio. Un perfil de chimeneas, antenas sobre tejados a dos aguas aún de ladrillo y teja, alguno más de aluminio. Y grúas, muchas grúas.
Mañana no tendré más que algún bosquejo de toda esta maqueta de tejados y antenas, no llevaré más que un color o dos precisos con los que entretenerme recomponiendo desacertadamente toda la escena. Estaré en un coche, en un tren, en un avión hacia el norte, el sur, buscando alguna similitud que no me haga sentir un extraño allá donde vaya: una silueta, un matiz, una expresión familiar que pueda usar habitualmente mi madre o mi mejor amigo; algo que me permita sentirme un poco en casa o hacer mi casa un poco allí donde esté. Una casa perentoria y mentirosa, como de decorado de titiritero, porque en pocos días tendré que marchar otra vez, con una sensación parecida a la que tengo ahora, mirando a mi alrededor con nostalgia y apego desde la ventana de un coche, un tren o un avión. Con un recuerdo del lugar que se irá descomponiendo con el paso de las horas, quedándome una imagen de aquel paisaje superficial y vacía, como de postal, como si no hubiera estado allí realmente paseando o comprando un souvenir.
El día que retorne, volveré a sentarme en esta silla, mirar por esta ventana, y la sensación será tan distinta a la que tengo ahora: entonces habré vuelto para quedarme y la nostalgia de mis ojos será hastío y pesadumbre; la de los coches atronando permanentemente, las obras que nunca cesan de perforar el suelo, la de los horarios, el despertador, los cinco minutos tarde al trabajo que me angustian aún más incluso que cuando recorría los últimos metros del pasillo antes de entrar rezagado a clase de mates.
Hay algo ilógico en nuestra forma de comportarnos, un acertijo sin cuya resolución nos vamos de una lado a otro, de un mundo a otro; hasta morirnos con la misma incertidumbre con la que empezábamos a conocer la vida apenas 70 u 80 años antes, con la lección sin aprender y todas las promesas de madurez, de conocimiento que albergábamos tras el terror de enfrentarnos por primera vez al mundo, intactas: promesas y nada más, sólo niños por todas partes; un eterno acostumbrarse a esta búsqueda incaduca que es vivir, a la bicicleta con un motor de 16 válvulas que tratamos de decelerar siempre sin suerte.